El cinéfilo
es un animal curioso. Hablo en gran medida a título personal, pero creo que
alguno estará de acuerdo allí afuera.
Cuando ocupamos una butaca de cine, nos recorre un escalofrió de anticipación.
Luego, las luces se apagan y durante un centenar o mas de minutos (A veces
mucho mas) nos sumergimos en alguno de los mundos que los cineastas han
preparado para nosotros. Romance, horror, amistad, guerra, valor, belleza y
fealdad. Paisajes extraterrestres, ambientes mínimos, trayectos como
escenarios. Todo es válido y posible. A
veces, deslizarnos en esos mundos es tan sencillo que el cine podría incendiarse
y apenas lo notaríamos. A veces, la
historia esta tan mal contada que nunca abandonamos la butaca. Sion Sono dirige
con Jigoku de naze Wariu (2013) una
fabula fílmica que cae en la primera categoría. Una historia que destila cariño
por el cine.
Los Fuck bombers son un conjunto de amigos
que sueñan con realizar la mejor película de la historia. Tendrán su
oportunidad cuando se crucen en mitad de la guerra entre dos clanes de Yakuzas.
Mafiosos,
padres, madres, cinéfilos dementes, enamorados atolondrados, una infantil
actriz de comerciales, convertida en caprichosa femme fatale, un joven peleonero avocado a ser el Bruce Lee japonés, criminales transmutados en actores, camarógrafos y técnicos de sonido.
Todo esto y mucho más se conjuga en una cinta delirante, sangrienta, vertiginosa y muy
entretenida. Una historia que denota que
amar al cine implica muchas cosas. Degustar el cine de Kurosawa y también el de
Lucio Fulci. Las queridas producciones de la Golden Harvest y las brillantes obras
de Cinecittá. Combinar en la maleta
de los recuerdos las producciones de Troma con Citizen Kane, y a Tarantino con Fassbinder, con Wenders, con Mojica
Marins. Algo de casi todos encontraran en la historia que el veterano Sono
compone con Vamos a jugar al infierno.
Una historia en la que no nos parece improbable que exista un Dios del cine.
Que usa la sangre y la violencia con desparpajo, que se permite a veces incluso
ser critica e incisiva, burlándose del moderno quehacer fílmico, y denostando a
aquellos que hacen cine solo por las ganancias. Y cuando, tras la caótica matanza final, nada
queda en pie excepto el director, aun veremos un final que no es tal, porque en
el cine, las historias nunca terminan del todo hasta que no escuchamos el grito
de corte.
Les
recomiendo con mucho entusiasmo Vamos a
jugar al infierno. Es uno de esos postres cinematográficos que, si nos
descuidamos, se nos vuelven pelis de culto a la vuelta de dos años. Nada me gustaría
más, pero en esto de ser cinéfilo, acepto que lo de oráculo es lo que más suele
fallarme. Véanla y juzguen.
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